¿Un vecino infernal?



Para nadie es un secreto que la convivencia social puede ser muy difícil, principalmente la que tiene que ver con las relaciones dentro del barrio. Todos nosotros, de una manera o de otra, nos incluimos en el tema, porque nos vinculamos a una comunidad, y lo mismo que la actitud de los demás repercute en nuestro acontecer diario, las nuestras influyen en la armonía general.
Establecer lazos de amistad y fraternidad con los vecinos resulta placentero. Se agradece llegar a la casa y sentirse rodeado de tranquilidad, de “buena onda”, como dirían algunos. Lamentablemente, no siempre es así, y entonces se sufre cuando los vecinos, lejos de ser hermanos, constituyen una molestia.
Colindamos con muchos, y de ahí que deban respetarse las normas elementales de convivencia con los vecinos, principalmente cuando se vive pared con pared. Pero existen indisciplinas bien frecuentes, como escuchar la música con un volumen excesivo, depositar los desechos en lugares inapropiados, omitir llamados a la higiene en general, entrometerse en los asuntos íntimos de los demás, entre otras.
En palabras más sencillas,  tus vecinos pueden querer botar su basura en tu cercanía, tender su ropa chorreando agua o limpiar tirándola a expensas de mojar al que vive más abajo,  vivir con los oídos abiertos a escuchar tus intimidades, se pueden proponer ampliar su vivienda desde su propio espacio hacia el tuyo o tan solo tomar el que no les corresponde. En esto cobra importancia los roces que ocasionan rencores en contra del otro, el egoísmo, el odio, o las revanchas por propia cuenta, que llevan desde discusiones llenas de palabras ofensivas, gritos, amenazas, hasta  golpizas.
No hablemos de los niveles sobredimensionados de audio con que algunos  imponen a los demás la música que a ellos les gusta, sin importarles si lo hacen al amanecer o pasada la medianoche, ni si existe en la casa contigua un anciano encamado o un niño recién nacido. Si a mí me gusta la música alta a ti te tiene que gustar por obligación y si me causa gracia el reguetón, a ti también te tiene que hacer sonreír.
Tampoco son extrañas situaciones en las que se exigen derechos como: “esa instalación de agua es mía”, “mi patio llega hasta aquí” o “este techo me pertenece”. De la misma manera, hay quienes se aprovechan de la generosidad ajena y poco a poco se adueñan de propiedades adyacentes o bienes que no les corresponden.
Muchos desconocen exactamente, hasta dónde llegan sus derechos y dónde comienzan sus deberes, lo cual no les permite diferenciar lo justo y lo correcto, ni cumplir las normativas que aluden a una conducta social ordenada. Lamentablemente, las mismas no se exigen tampoco por parte de las autoridades, aunque estén reguladas por al ley.
Sin embargo se cuenta con el trámite administrativo para llegar a acuerdos o imponer razones, y, en el caso de incumplirse con las disposiciones que emita la entidad facultada, puede incluirse ventilarse el caso en los tribunales.
Lo más prudente es no recurrir a extremos. Cualquier dificultad puede examinarse entre las partes, cordialmente, y constituye esta la primera vía para erradicarla.
La convivencia armónica en un barrio se evidencia en su exterior. Aquellos en los que prima el respeto al derecho de la comunidad, muestran una imagen que atestigua la limpieza, el orden, e invita a la visita.
La situación económica de nuestro país ha influido en el deterioro progresivo de algunos barrios, y estos elementos influyen también en las relaciones entre vecinos, pero sin justificar la indisciplina social. Más fácil se resuelve un problema con el concurso de todos, que si cada uno se retira a garantizar su pedacito. En la unión, dice un viejo proverbio, está la fuerza.
Igual que en un matrimonio, la garantía de un entorno comunitario más feliz se basa en el principio elemental de dar, para, en consecuencia, recibir.
Sostener la vecindad con otros, implica siempre una dosis de paciencia y comprensión acompañada de mucha consideración y sobre todo respeto, algo difícil en todo sentido dentro de un grupo social mezclado, con intereses diferentes.
Sufrimos el mal  de mirar la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Estamos prestos a decir lo nos molesta del otro, pero nos cuesta trabajo reconocer nuestros errores.
En fin, que nada hacemos en empeñarnos por hallar un país diferente en términos económicos, si no lo hacemos también, y sobre todo, en el orden de los valores espirituales que, históricamente, caracterizan al buen cubano. Qué provechoso sería preguntarnos qué es lo que de mí le molesta a mi vecino antes de asumir cualquier comportamiento, que en  el barrio nos empeñáramos en una acción educativa  por mejorar la convivencia de la gente que, al final, nos traería beneficios a todos.

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